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Chile necesita urgente la
educación vial como política de Estado
Por Alejandro Torres Flores, Dr. Ingeniero de Caminos, Canales y Puertos de la Universidad Politécnica de Madrid, y Académico de la Universidad de Santiago de Chile.

Durante los últimos 30 años se ha experimentado un incremento del parque automotor a nivel mundial. Consecuencia de ello es el aumento de la movilidad de pasajeros y mercancías por caminos y carreteras, generando congestión vehicular y contaminación, entre otros problemas. Sin embargo, la externalidad con mayor efecto en las personas son los accidentes de tránsito.

Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), durante el año 2011, los accidentes de tránsito produjeron a nivel mundial 1,3 millones de muertes, de las cuales un 90% correspondió a víctimas de países de ingresos medios a bajos, y en su mayoría, los protagonistas de estos accidentes fueron los denominados “usuarios vulnerables” (peatones, ciclistas, niños, 3ª edad, discapacitados).

Esta cifra nos debe colocar en un estado de alerta como sociedad, ya que mientras en los países de ingresos altos los accidentes de tránsito muestran una clara tendencia a la baja, en los países pertenecientes a los otros dos grupos de ingresos, no es clara su disminución y en algunos aumenta.

Las causas de esta alta concentración pueden estar ligadas, entre otros motivos, a que los países pertenecientes a este grupo no cuentan con planes formales de educación vial, lo que hace que la formación de los usuarios del espacio vial sea deficiente; tampoco cuentan con registros de accidentes confiables que puedan ser utilizados por los especialistas para el estudio y desarrollo de medidas conducentes a mejorar la infraestructura vial y la circulación vial en general.


La situación en Chile


En Chile no estamos ajenos a esta denominada “pandemia del siglo XXI”, ya que desde hace 20 años la cifra de muertos por accidentes de tránsito se ha estancado en alrededor de los 2.000 por año, con costos sociales altísimos para el país. De hecho, según un estudio de la Comisión Nacional de Seguridad de Tránsito (Conaset), el año 2009, las 52.175 personas lesionadas y los 1. 508 fallecidos a causa de un accidente de tránsito se tradujeron en US$486,1 millones en costos sociales.

Si bien las instituciones gubernamentales como la Dirección Nacional de Vialidad y la Conaset han concentrado sus esfuerzos en mejorar la seguridad en los proyectos de caminos (mediante la modificación de las normativas de diseño) y oficializar campañas de mejora en la seguridad vial, claramente los esfuerzos realizados no son suficientes. Por otro lado, los recursos destinados para ello tampoco parecen alcanzar.

En el transcurso del presente año, se han presentado dos modificaciones a la ley -la tolerancia cero al alcohol en la conducción y la modificación del examen para obtener la licencia de conducir-, las que van en la dirección correcta, pero no son suficientes, debido a que no se enmarcan dentro de una planificación global y sistemática de medidas que ayuden a educar a todos los usuarios que a diario utilizamos el espacio vial (que somos toda la sociedad).

Por un lado, las medidas se focalizan sólo en un grupo objetivo, que son los conductores, y, en el caso de la modificación del requisito para obtener la licencia de conducir, no se incluyen cambios en los contenidos de lo que se está enseñando ni en la infraestructura que deberían utilizar las escuelas de conductores en su labor educativa.

Además, la escasa fiscalización de los cumplimientos de los planes y programas de las escuelas, hace que no se tenga la certeza de que éstos se cumplan. Un estudio elaborado por el Departamento de Ingeniería en Obras Civiles de la Universidad de Santiago (Torres, Salinas y Quintana, 2010) dio cuenta, incluso, de otra falencia de estas escuelas; existen diferencias de hasta un 300% en el valor del curso para obtener la licencia clase B, es decir, al dejar en manos del mercado “el negocio” de las escuelas de conductores, se producen estas diferencias, que necesariamente tienen repercusión en la calidad de la enseñanza que se les está entregando a diferentes conductores, para obtener el mismo documento que los faculta para conducir un vehículo liviano.

A fines de noviembre, se entregaron cifras donde se da cuenta que de un 96% de aprobación del examen antes de la modificación, se pasó a un 60%. Sin embargo, ese porcentaje de la población sigue recibiendo la misma formación que antes, lo que no es un indicador claro de la calidad de la instrucción que están recibiendo los futuros conductores.

Si analizamos lo que pasa con el resto de los usuarios, es decir, aquellos que no tienen acceso a instrucción formal sobre el uso correcto y seguro del espacio vial, porque no son conductores de vehículos, las cifras no son para nada alentadoras. Según cifras expuestas en el Anuario de Tránsito 2011 elaborado por Carabineros de Chile, el año 2010 un 22,9% del total de fallecidos (365 personas) correspondió a peatones que realizaron acciones imprudentes; número muy semejante a lo registrado en el año 2011, cuando 356 peatones (correspondiente a un 22,6% del total de fallecidos) encontraron la muerte por acciones imprudentes en la vía.

Las cifras son elocuentes. La educación vial debe ser una política de Estado y no concentrarse solamente en un grupo de usuarios del espacio vial (conductores); debe iniciarse en la etapa preescolar, seguir en la etapa escolar y, posteriormente, en las escuelas de conductores. Sólo con políticas transversales de seguridad vial podremos esperar una reducción en las cifras de accidentes y víctimas de accidentes de tránsito Al menos la experiencia de países desarrollados, así lo demuestra.

Diciembre 2012
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